miércoles, 10 de junio de 2015

Reloj.

Me compré un reloj. Otro más. No es novedad. Siempre me gustaron, analógicos, digitales, a cuerda, a batería. Me atraen los relojes grandes, con malla de metal, bien masculinos si es que esta categoría todavía rige el mundo de estos objetos. No concibo salir sin reloj, no encuentro explicación ni lógica a la tendencia actual que los ha reemplazado por la pantalla del celular. En lo único que he transigido es en el exilio forzado de mi querido despertador Junghans, para conservar la salud mental de mi esposo -que no puede explicarse cómo puedo dormir plácidamente al ritmo de su sonería- y menos aún, cómo no me infarté en todos estos años, con su alarma.
Ahora ha llegado uno nuevo, no me acompaña inseparable como otros en todas mis rutinas, no fue adquirido por estética o capricho (¿o tal vez sí?). Lo compré para acompañar mis rutinas matutinas, para confiarle distancias y tiempos. Lo compré porque según gente que me conoce, este aparatito iba a ser ideal para una personalidad metódica como la mía. 
Hace ya una semana que compartimos las mañanas en el parque Centenario y debo confesar que ha logrado perturbarme y correrme de eje: todo lo anterior se volvió relativo. Desde que llegó, todos los entrenamientos anteriores quedaron relativizados, cuestionados y por qué no, sospechados. 
Mi estupor no pudo ser mayor el primer día: la desazón, la bronca y la tentación de negar lo que la pantalla mostraba cedió el paso a la resignación. Ahora a una semana nos hemos amigado con el paso del tiempo y de la distancia, lo que no es poca cosa. 
Tempus fugit, mulier viator.