martes, 26 de abril de 2016

Manía.

  La única vez que viajé a Europa hice el recorrido obligado de todo buen turista dispuesto a devorar en escasos dos meses siglos de historia del arte. Comencé por Inglaterra crucé a Francia, bajé a España y terminé en la tierra de parte de mis ancestros, Italia. Allí participé de tres rituales. En Verona le toqué el seno a la estatua de Julieta, a la espera de la buena suerte; en Roma metí la mano en la boca de la verdad no sin cierto resquemor que me hizo sentir un poco rara y no me privé de arrojar mi moneda en la fontana di Trevi. Todo previsible, todo pautado, todos los lugares comunes del turista bien amaestrado y domesticado en estas cuestiones. Han pasado veintiún años de dicho viaje y no he vuelto a la fecha a Europa y a la distancia debo reconocer que tengo cierta satisfacción al recordar estos pequeños gestos. 
  Curiosamente se me viene a la memoria otro gesto, el que llevaba a cabo mi madre cuando íbamos al cementerio de La Tablada a visitar la tumba de mis abuelos y de otros familiares: limpiar las lápidas, vaciar floreros, reponer flores y a modo de despedida dejar una pequeña piedra o canto apoyado en el monumento del ser querido. Nunca pregunté las razones, creo que me intimidaban las circunstancias que rodeaban a dicho gesto y en mi lógica no era disparatado pensar que esa piedrita era la marca de nuestra visita y de nuestra compañía. Pasaron décadas y yo mantengo el gesto en cualquier cementerio sin distinción de credo y sigo sin preguntar.
 La semana pasada al dirigirme en compañía de una amiga a mi lugar de trabajo develé involuntariamente un gesto, subí con rapidez los escalones de la entrada de la iglesia que está en la esquina y toqué la base de la columna con mi mano derecha. Algo avergonzada ensayé una explicación vinculada a la necesidad en una determinada época de mi vida, un momento de crisis, de encontrar ayuda espiritual. Con un pragmatismo no exento de sorpresa me recordaron mi condición de "no creyente" (¿un ascenso de mi condición de atea?). Sonreí e insistí con el lugar común sentimental del consuelo de un lugar sagrado y de la necesidad de encontrar un apoyo superior en medio de la angustia, más que suficiente para que el desvío del itinerario quedara justificado. 
  A la fecha sigo con el ritual, no niego la raíz de su inicio pero ahora puedo dotarlo de su total sentido: no quería un alivio, no quería apoyarme. Cada vez que paso, subo con agilidad los tres escalones, lo hago a paso vivo y rozo la base con firmeza. Yo quería sostener. Yo quería darme a entender que estaba de pie. Y así fue. Con el paso del tiempo y la lenta superación de la angustia me di cuenta de que seguía haciéndolo, algunos días como una rutina más, otros con alegría, pero seguía. No quiero ni siquiera indagar qué ocurriría si me propusiera abandonar este gesto y esa negativa temerosa me confirma el ritual.